Ana de Rojas, el día de su boda con Luis Lazcano Conrado. /
Detrás de la foto sobre la que pivota este reportaje hay otras historias subyacentes que se enredan, bifurcan y llegan a la actualidad. La protagonista es Ana de Rojas , única superviviente de los cinco hijos que tuvo el conde de Montarco, Eduardo de Rojas Ordóñez con María Consuelo Pardo-Manuel de Villena Jiménez, en primera línea informativa a consecuencia de la afirmación por parte de los periodistas José María Olmo y David Fernández en el libro King Corp que el rey Juan Carlos I es supuestamente padre de una hija llamada Alejandra , que periodistas como Ernesto Ekaizer identificaron como Alejandra de Rojas. Un extremo que han desmentido tanto el rey emérito como la segunda de los hijos que tuvo el noble con su segunda mujer, Charo Palacios (el mayor, Julio, de 53 años, está completamente apartado de la vida pública).
Ana de Rojas lleva décadas casi alejada del mundanal ruido y vive en plena naturaleza en Morasverdes, en la provincia de Salamanca, a poco más de 23 kilómetros de Ciudad Rodrigo, donde los Montarco fueron propietarios de un espectacular palacio del siglo XV, epicentro de muchas vivencias legendarias y ahora reconvertido en hotel de lujo. En conversación telefónica le pedimos que haga un ejercicio de memoria para rememorar su boda, que fue mucho más íntima de lo que su linaje podía presagiar.
« Mi exmarido se llama Luis Lazcano Conrado. Lo conocí en el año 63, creo, porque era amigo de mi hermano Fernando, con el que estudiaba Económicas. Vino a los Carnavales de Ciudad Rodrigo, donde fui reina de las fiestas, y a partir de ahí empezamos a salir intermitente. En 1968, el 18 de agosto, se había casado mi padre con Charo Palacios en Portugal, y dos meses después, el 18 de octubre, me casé yo», nos cuenta. «Tuvimos cuatro hijos, los varones son los mayores, Ignacio y Eduardo, se llevan un año y poco. Después, Adela, que falleció en 2000 (víctima de un cáncer). Y por último Ana, descolgada cinco años», añade.
Hubo gran complicidad y coincidencia de criterio a la hora de establecer cómo sería la boda entre el conde de Montarco y su hija Ana, a quien llevaría del brazo al altar en la iglesia madrileña de San Jerónimo el Real, conocida popularmente como los Jerónimos: «Mi novio entonces tuvo mucha paciencia… Mi padre era muy amante de las excentricidades y yo también. Mi suegra era una señora estupenda y la quería muchísimo. De hecho, siempre tengo una foto suya conmigo donde vivo o donde voy. Era una mujer extraordinaria, pero era muy tradicional y quería una boda tradicional, pero se encontró con una futura nuera que se presentó con minifalda. Además, mi padre y yo decidimos que nada de coche especial para ir a la iglesia. Él tenía un Fiat de esos descapotables de dos plazas y así llegamos a los Jerónimos, con la capota al descubierto, el pelo al vent…»
Lo más llamativo de su enlace fue el vestido, muy rompedor para su entorno social y para la época: «Me lo hizo una modista que conocía mi suegra, especializada en trajes de novia. Se quedó bastante en shock cuando le dije que no quería un vestido de novia tradicional, que quería una levita con cuello mao y una minifalda adamascada en beige. También llevaba un ramito de flores de colores regalo de mi amiga Margarita de Kramer».
Ana de Rojas hace inventario de los asistentes y de cómo transcurrió ese día, que, si nos atenemos a los clichés y los lugares comunes que romantizan este cambio de estado civil, es el más importante en la vida de una pareja: «En la foto éramos todos los que éramos familia en ese momento y Charo Palacios. Estaban todos mis hermanos, mujeres y maridos. Estaba Miguel Zuazo de León, marido de mi hermana Blanca, que tuvieron que pedir dispensa para casarse, porque éramos parientes por algún lado con el Zuazo de León; la mujer de mi hermano Juan Manuel, Campana López-Roberts; la mujer de Carlos, que era la hermana de Manuela Vargas, Carmen, a la que llamábamos Bolito, y Fernando, que era el único soltero. Estaban también mis sobrinos, Rodrigo, Joaquín y Miguel.»
« Fue una boda íntima. No había gente convocada ni invitada. Estaban las hermanas de mi suegra, unas cuantas tías, algunos más de familia, mi amiga Margarita de Kramer, pero nada más. Después fuimos a comer los 30 ó 35 que éramos a un restaurante que había en el viejo Madrid, que era de una señora andaluza encantadora, pero no me acuerdo del nombre. Estaba muy de moda en esos momentos. Por cierto, que nos puso perdices… Después salimos camino de París, porque nos fuimos a pasar unos días allí y a ver a mi abuela, la madre de mi padre», concluye.
Surge entonces otra línea argumental en la leyenda de los Montarco, la apasionada historia de amor de su abuela, Blanca Ordóñez Lecároz, que rompió con todas las convenciones en los felices años 20: «Mi abuela vivía en París, porque se fue allí cuando mi padre era aún muy pequeño, tendría como nueve años. Se marchó con su amante, su amor de toda la vida, Paco Marroquín (Francisco Marroquín y Pérez-Aloe, Agregado Honorario a la embajada española en París). Yo le conocí porque vino con ella muchas veces a pasar las Navidades en Madrid. Era un señor encantador y estupendo. Mi abuela abandonó al conde de Montarco con sus dos hijos pequeños porque estaba enamoradísima (habían tenido también una niña que murió al poco de nacer).»
Avisamos ya, antes de que sigan leyendo, que su pareja no tuvo, a priori un final feliz, o sí, según se mire: «Mi marido y yo nos separamos como en el 93 o en el 94 y mucho tiempo después nos divorciamos. Para que la gente tome nota, ahora me llevo con mi exmarido como si fuera mi mejor amigo, aunque tengamos opiniones diferentes. Después de la guerra de los Rose que fue nuestra ruptura, pasaron los años y nos dimos cuenta de que nos conocemos tanto que somos muy buenos amigos. Seguimos los dos solteros», afirma contundente Ana.
Ana de Rojas, junto a su madre y sus hermanos. /
El día de la boda la sombra de la tristeza planeó sobre el templo madrileño tan vinculado a los Borbones (allí tuvo lugar la misa votiva del Espíritu Santo que dio comienzo al reinado de Juan Carlos I en 1975) por la ausencia de su madre, María Consuelo, fallecida, según la versión oficial, de un infarto: «Mamá había muerto el 1 de septiembre de 1965, estaba bastante reciente en esos momentos. La eché de menos porque fue una señora excepcional, no solo en mi opinión sino en la de mucha gente. Muchos años después de haberse muerto, había gente en Ciudad Rodrigo que se me acercaba y me contaba lo que había hecho mi madre por ellos. También en Madrid. Recuerdo que una vez saliendo de casa, en Alfonso XII, se me acercó un señor preguntándome por ella porque había ido a cuidarle al hospital. Unas cosas insólitas que mi madre nunca contaba a nadie porque era la discreción personificada», nos cuenta, con orgullo.
«Cuando tú naces en una familia de la nobleza, no de la aristocracia, porque ese término se utiliza muy mal, como es el caso de mi madre, no te exime de debilidades humanas, pero sí te da un código de honor y de comportamiento especial. También es cierto que hay muchos que se la saltan a pídola. Eso te da un código de educación exquisita y mi madre era de esas personas que lo conservaba al extremo. Una de las cosas que recuerdo más divertidas de ella es que me decía que no quería oírme decir que tenía frío, calor, hambre o sueño, porque eran necesidades fisiológicas y era una vulgaridad transmitírselas a los demás», explica Ana sobre su madre, cuyo apellido y linaje noble se remonta al siglo XVII.
«Mi madre y yo leíamos mucho juntas, sobre todo poemas. No era religiosa, pero nos ponía el cuadro del Perpetuo Socorro sobre la cabecera de la cama y la maravillosa oración de San Francisco de Asís, la más bonita que existe en el mundo. Estimulaba mucho la inteligencia. Ella era hija de los duques de Arévalo del Rey, que tuvieron cinco hijas. Eran las chicas de moda en la crónica social, porque estaban en todos los eventos. Las llamaban las señoritas de Arévalo y siempre estaban pendientes de ella en la prensa rosa de la época.
Hablaban de ellas habitualmente porque eran elegantes. Mi madre no era guapa, pero era muy atractiva y siempre iba impecablemente arreglada», nos explica Ana, que relató su historia familiar en clave de ficción en el libro 'La carta perdida. En memoria de las condesas de Montarco', titulado así en memoria a una misiva que le escribió su madre el mismo día de su muerte, pero que nunca llegó a leer, porque al no sentirse preparada se la dio sin abrir a una persona de servicio y cuando quiso recuperarla fue demasiado tarde.
A propósito de Charo Palacios, con quien son de sobra conocidas sus diferencias, nos cuenta que en un principio la relación parecía que iba a ser buena, pero los acontecimientos siguieron otros derroteros: «A mí me convocó mi padre un día a las 8 de la tarde a Pepe's, algo que me sorprendió mucho porque mi padre no tomaba jamás una copa y mucho menos en un bar, ni yo tampoco», recuerda.
«Era para presentarme a Charo. Como yo estaba muy cercana a él, quería que fuera la primera en conocerla, supongo que con la intención de preparar entre comillas a la familia. Me pareció muy divertida y simpática. Se casaron también en la más estricta intimidad, en Portugal, en una ermita en el monte que no había dios que lo encontrase. Y, además, mi padre se perdió y casi no llega. No me dejaron entrar, porque habían prohibido que fuera nadie de la familia. Esa excepción hecha conmigo no querían que fuera del todo excepción. Me dejaron en la puerta, algo muy absurdo».
«Ya despuntaba algo, pero entonces era muy incipiente que no éramos del gusto de Charo. Éramos una familia demasiado numerosa para ella. Había una entente cordiale, digámoslo así. Mis hermanos y yo fuimos tan condescendientes que en aquellos momentos no hicimos nada porque papá estaba encantado y feliz. No se nos ocurrió decir que ella partiera de cero, que hiciéramos cuentas, porque éramos dos familias y había que marcar bien los territorios. La elegancia con respecto a las cuestiones de dinero fue un desastre a lo largo de nuestra vida, pero ha sido una impronta de mi madre. Nos decía que era de mal gusto hablar de dinero o pelearse por él. Nos marcó una manera de comportarnos que en un mundo real es muy elegante, pero no es efectivo», sentencia.