Guillermo y Máxima de Holanda junto a dos de sus hijas. /
El 29 de abril de 2013, Felipe y Letizia acudieron como príncipes de Asturias y herederos del trono de España a una cena de gala en el Rijksmuseum de Ámsterdam. Era una ocasión histórica: Beatriz de los Países Bajos se despedía de su reinado de tres décadas. Al día siguiente, el príncipe Guillermo Alejandro y su mujer, Máxima Zorreguieta , ocuparían su lugar.
A pesar de las sonrisas que lucían los protagonistas de los eventos de celebración de la nueva etapa que inauguraba con esta abdicación la dinastía Orange, los nuevos reyes, Máxima y Guillermo , se asomaban al abismo de mantener el tipo ante una tarea que muchos desconfiaron que fueran capaces de llevar a cabo.
Mucho había cambiado el país y la imagen de la casa real desde que Beatriz se convirtiera en reina en los años 80 tras la abdicación de su madre. Durante esos 33 años la considerada como monarca más competente de los Países Bajos se había ganado el respeto de la sociedad holandesa, entre otras cosas, por abrir su círculo íntimo a las personas más influyentes de la economía del país.
Pero aquel esfuerzo contra la abundancia de apellidos compuestos en la corte ya no se valoraba de la misma forma tres décadas después. Como apuntaban los editoriales de la prensa nacional, los Países Bajos no querían una República, pero tampoco estaban entusiasmados con su monarquía: la reina Beatriz se había mostrado incapaz de amoldarse a las demandas de una sociedad más conectada y moderna y su heredero era demasiado gris.
Vídeo. Lo que no sabes de Máxima de Holanda /
La reina Beatriz hizo de su reinado un emporio comercial, pero su sombra era demasiado alargada incluso para su propio heredero, y algunos de sus «fallos» acabaron siendo una herencia envenenada para su propia dinastía. ¿El más peligroso de ellos? Su profunda aversión hacia la prensa.
La soberana se negaba en redondo a conceder entrevistas (apenas concedió tres durante su reinado) o dar cualquier dato privado sobre su familia y su oficina de comunicación era aún más escueta en sus declaraciones. En una ocasión el presidente de la Sociedad de Jefes de Redacción elevó una petición a la casa real para que hubiera un mayor aperturismo. La monarca contestó con una negativa tajante porque en los medios, según ella, «reinaba la mentira». La reina se negaba a posar para los fotógrafos e incluso los llamaba groseros.
Esta sequía informativa explotó en la cara del heredero que se convirtió durante años en presa fácil para la prensa sensacionalista. A golpe de titular el príncipe no tardó mucho en transformarse en una caricatura de sí mismo: huidizo, amante de la velocidad, la cerveza, los pantalones horribles (la propia Máxima describe así los que llevaba puestos cuando le conoció), capaz de escaparse de sus propios guardaespaldas y, lo peor visto por la sociedad holandesa, adicto a la caza.
Mientras el heredero huía de los periodistas, su madre perdía poder y apoyos y le hacía un flaco favor desacreditando en público sus gustos para elegir novia e incluso prohibiendo ofrecer detalles que le hubieran ahorrado algunas burlas. Tanto es así que cuando fue escogido como portavoz en el Comité Olímpico Internacional el comentario general fue «cómo mandamos un gordo a hablar de deporte». La reina se había negado en redondo a que se supiera que su hijo estaba hinchado por seguir un tratamiento médico a base de corticoides.
Así las cosas en el año 2000 el Groene Amsterdammer informó que el primer ministro del país quería recortar los poderes constitucionales de la jefa del Estado, y uno de los diputados incluso sugirió que había llegado el momento de abrir un debate parlamentario sobre el futuro de la monarquía.
La reina Beatriz, de la que se criticaba todo en ese momento, desde su dicción hasta su peinado pasado de moda, se había convertido en el peor enemigo de la propia monarquía. Los periodistas la definían como gélida, huraña y encorsetada. En los años 80, cuando llegó al trono, se la había aplaudido por su planteamiento de la monarquía casi como una empresa, pero el tiempo y la caída en desgracia del modelo de los yuppies adictos al trabajo, hizo que la simpatía por sus métodos fuera desapareciendo. Por mucho que su oficina de comunicación llegara a pactar que una transeúnte anónima le diera un beso en la mejilla mientras paseaba por Ámsterdam.
Cuando en 2002 Máxima Zorreguieta y el príncipe Guillermo se casaron , la sociedad holandesa ya estaba dispuesta a vivir un cambio. Máxima aportaba toda la frescura y espontaneidad que le faltaba a la familia real, incluída la que su propio marido no era capaz de transmitir.
Pero no todos compartían esta visión optimista de la pareja, en la alta aristocracia aún escocía el hecho de tener que llamar princesa a una plebeya, y el pueblo también recordaba que hubo un tiempo en que su príncipe heredero no parecía la luz más brillante y cordial de la realeza europea.
En la mente de todos estaba la entrevista que el príncipe heredero había concedido en 1997 en la que habló con un autómata y manifestó sus dudas sobre su capacidad para ser rey y de emular el buen papel de su madre. «Me resulta casi opresivo ver el buen ejemplo que [la reina] es», declaró entonces. Diez años después, cuando ya había cumplido los 30, confesó que seguía consultando todo con su madre.
Hasta que llegó Máxima. La entrevista pactada en la que el príncipe Guillermo presentó al mundo a su prometida no fue mucho mejor en términos de soltura, pero su futura esposa salió del paso llamándo tonto en público y los televidentes se enamoraron de la pareja real casi al instante. Con el tiempo, Guillermo se «maximizó» y con ello se ganó el favor de todos. En 2011, dos años antes de la abdicación de la reina Beatriz, siete de cada diez holandeses ya pensaban que el príncipe Guillermo estaba preparado para suceder a su madre, según una encuesta realizada por la agencia Synovate.
Un vuelco en el favor del pueblo logrado gracias a que los príncipes herederos habían hecho desde su boda justo lo contrario que la soberana indicaba: sonrisas y abrazos en público, compartir pequeños detalles de la vida privada y, de puertas adentro, reuniones con algo más que propietarios de grandes fortunas .
Desde su boda Guillermo Alejandro y Máxima organizaban cenas con todo tipo de personas: abogados, académicos, artistas, políticos… Grupos de diez personas que debatían en la Villa Eikenhorst con el príncipe y la princesa y salían de allí encantados y hablando de cercanía, calidez y hospitalidad.
Pero para conservar el poder no todo depende de la simpatía. Hoy la cercanía que le alejó de su madre y le consiguió el favor del pueblo le está jugando una mala pasada a los Orange. En 2023 se confirmó que la popularidad de la familia real no había aumentado en el último año, según una investigación del Panel de Opinión EenVandaag. El rey obtenía un 6,1 de nota media por 10 años de reinado.
Intentar ser como todos y, al mismo tiempo, llevar un tren de vida que le cuesta a los Países Bajos 100 millones de euros al año, no parece ser tan buena idea diez años después de haber planteado esa estrategia.